Nicholas examinó su dominio, inhalando el olor a madera de su manada, que serpenteaban a través del club, este o aquel sub acariciando, golpeando, atando, lastimando y calmando, todo al mismo tiempo.
Todos machos. Todos ellos.
Nick administraba la única manada gay en Arizona y le gustaba de esa manera. Le gustaba tener lobos a su alrededor que compartían sus gustos. No era tan malo, en general los lobos eran criaturas maravillosas, todos músculos y gruñidos cuando eran dominados.
Y después de ciento sesenta y dos años, lo odiaba.
Odiaba los grandes lobos malos con sus actitudes de malos, incluso cuando eran sumisos, luchaban duro.
Betas, todos, algunos ocupaban los lugares inferiores en la jerarquía. Los humildes de clase baja estaban atados en las mesas, colocados de rodillas o atados en la cruz de San Andrés.
Caminó por su dominio, pasando los dedos sobre un Adam arrodillado. —Tan hermoso, —susurró, admirando las rayas rojas brillantes perfectamente colocadas, extendidas prolijamente cubriendo la parte posterior del lobo.
—Gracias, Maestro.— Murmuró Adam.
Nick sintió un temblor en su polla con la respuesta murmurada, y el título dado. En realidad, él era el amo de todo el dominio, pero conocer y escuchar son dos cosas completamente diferentes.
