Desde el segundo en que puso el pie en mi clase, yo sabía que era problemas.
Tal vez fue la forma en que se paseó, como si fuera una estrella de rock. No podía tener más de veinte y muy joven para llevar tal arrogancia, incluso si tuviera que admitir que lo hacía bien. Tocó su estuche de violín, su exuberante boca arqueándose en irritación cuando no se desprendía la corrección técnica de inclinación de mi estudiante. Con un suspiro, se dejó caer en un asiento en la parte trasera de la sala de clase, cruzó los brazos sobre el pecho y me atravesó con la mirada.
Me pasé la mano por la barba, ahogando un gemido. No hay nada como un poco de drama potencial para darle vida al primer día de un nuevo semestre.
Corrió hasta mi mesa en el momento en que la clase terminó y se puso a dar golpecitos con el pie mientras yo hacía una anotación en mi agenda. Sentía una emoción perversa por hacerlo esperar. Ser el jefe del departamento del rendimiento del violín tenía más dolores que ventajas, por lo que tomaría esta última como una de ellas.